La coalición y el PSOE como campo de batalla

Este artículo lleva inacabado desde hace más de dos años. Lo empecé a escribir unos meses después de que el Comité Federal del PSOE decidiera cargarse a su Secretario General, Pedro Sánchez, y sustituirlo por una gestora. Aquello fue el 1 de octubre (¡qué cosas!) de 2016. Poco después, el Grupo Socialista en el Congreso casi al completo se abstenía para dejar gobernar a Mariano Rajoy. Y, a partir de ahí, Pedro Sánchez comenzó a construir un personaje, un relato propio que, contra todo pronóstico, le permitiría recuperar el poder en Ferraz meses más tarde y alcanzar la Moncloa menos de dos años después, en la misma legislatura.
Fue entonces cuando apareció el Sánchez de la entrevista con Évole, el que se presentaba como víctima de los poderes fácticos por haber intentado llegar a un acuerdo con UP y fuerzas independentistas. Un Sánchez adorado por la militancia que, desconcertada tras el apoyo tácito al eterno rival, le ayudó a construir una campaña interna para las primariasapelando a la épica y a base de ‘crowdfunding'. Y un Sánchez temido por el aparato interno e incluso la intelectualidad próxima. Decía entonces Enrique Gil Calvo sobre el dinero recaudado por Sánchez que no podía descartarse que “tras esa cuantiosa recaudación se oculten La Tuerka o Russia Today”. Presagiaba el apocalipsis:“si la militancia lleva a Sánchez al poder de Ferraz, correríamos el probable riesgo de que el régimen de la transición se precipitase hacia una crisis existencial”.
La posterior evolución de Sánchez, una vez alcanzado el trono de Ferraz (y no digamos el de Moncloa) invita a pensar que no era para tanto la cosa. Pero cometeríamos un error si leyéramos la trayectoria del hoy Presidente como meros bandazos a la carta a la búsqueda de la supervivencia política. Aunque, obviamente, bastante de eso hay. Pero, en mi opinión, el accidentado periplo de Sánchez es el síntoma de una lucha de fondo en la que el PSOE es el campo de batalla en el que se juega la supervivencia del régimen. Dicho partido es un elemento clave en eso que se ha venido llamando “régimen del 78” y distintos actores, tanto “pro statu quo” como “rupturistas”, tratan de atraerlo hacia sí o de alejarlo en función de que pesen más los intereses tácticos o estratégicos en cada momento.
Atravesados como estamos por una crisis económica irresoluta (y en vísperas de otra, probablemente), una crisis territorial irresoluble y una crisis institucional global, las presiones sobre el PSOE no se limitan al resto de partidos. Pero pondré un par de ejemplos partidistas para que sea más sencillo hacerme entender. Para el Partido Popular resulta más rentable a corto plazo (en lo táctico-electoral) presentar al PSOE como una fuerza entregada a los independentistas o a la extrema izquierda. Pero sabe que tampoco debe forzar demasiado la máquina para no contribuir a cumplir su propia profecía: a nivel estratégico necesita que el PSOE siga dentro del consenso neoliberal en lo económico y unionista en lo territorial. Algo similar ocurre con los partidos independentistas: un PSOE fuertemente españolista y cómplice con el 155 y la mano dura es clave para mejorar sus perspectivas electorales y mantener la tensión de su movimiento en la calle. Pero, a medio y largo plazo, saben que las opciones de avanzar en una dirección federalizante o incluso en el “derecho a decidir” pasan sí o sí por alejar al PSOE de la derecha españolista.
Esta relación “amor-odio” resulta especialmente complicada para “la izquierda a la izquierda del PSOE”. Y en puertas de un posible gobierno de coalición entre PSOE y UP, que me ha hecho desenterrar estas notas inacabadas, conviene dedicarle un poco más de detenimiento a este asunto.
La relación con el PSOE ha sido el eterno dolor de cabeza de la izquierda en España desde que, a finales de los 70, éste descabalgara al PCE como principal referencia de la izquierda, una vez abandonado el letargo en que se mantuvo durante el franquismo. No estaba en los planes de la fuerza hegemónica de la oposición a la dictadura tener que plantearse un papel secundario, e intuyo que durante bastante tiempo hubo en las filas comunistas quien confió en que se tratara de un fenómeno pasajero, como lo fue la UCD en la derecha, pues al fin y al cabo también tuvo algo de artificial su repentina pujanza. Desde entonces, los grandes debates y crisis en el PCE y luego en IU han tenido que ver con el choque entre dos visiones: una más pragmática (el PSOE como aliado para conseguir algunas mejoras) y otra que apuntaba más a largo plazo (el PSOE como freno para una verdadera democratización y transformación política y económica). Y hemos comprobado cómo una fuerza nueva como Podemos no ha escapado, casi desde su nacimiento, a tensiones bastante similares, en las que se cruzan de nuevo otros debates recurrentes, como el del peso de la calle y de las instituciones en la actividad política.
La complejidad de la relación izquierda-PSOE es mayor que en los ejemplos que he mencionado antes por un motivo evidente. La derecha no aspira a no tener enfrente un partido mayoritario de izquierda, sino a tenerlo controlado. El independentismo no aspira a que los socialistas se conviertan a su causa, sino a que abra un poco (o un mucho) la mano y así acercarse a su objetivo. Sin embargo, la izquierda sí aspira a ser califa en lugar del califa, a convertirse en el espacio mayoritario ocupando el lugar que el PSOE ha monopolizado durante más de 40 años. Y eso condiciona su eterna relación de dependencia y competencia, como la de dos ciclistas que se escapan juntos del pelotón y colaboran para mantener su distancia pero a la vez buscan el momento adecuado para dejar atrás al otro y ganar en solitario. El PSOE ha salido siempre victorioso, tanto de los momentos de cooperación como de los de confrontación; pero en 2015 y 2016 Podemos y sus posteriores alianzas vieron la oportunidad de lanzar una escapada relámpago y subir al podio. Lo llegaron a lograr en varios de los principales ayuntamientos, pero a nivel estatal el PSOE consiguió imponerse en el sprint final.
Si la posibilidad del sorpasso llegó a rozarse fue precisamente por encontrarnos en ese escenario de crisis multidimensional que señalábamos antes. Crisis de régimen. Por eso, y por haber sabido jugar las cartas con cierta astucia. El PSOE comenzó a caer en picado en las encuestas (y en las urnas) a partir de la claudicación de Zapatero en la reforma del artículo 135 de la Constitución en 2011 y con la cruda llegada de la crisis que él y Solbes negaron repetidamente. El PSOE se estrenaba así como tablero en el que se jugaba la partida de la supervivencia del régimen en tiempos de crisis. Pero en aquel momento no parecía que la llamada a la ortodoxia económica pusiera en riesgo el flanco izquierdo. Izquierda Unida subía en las encuestas, sí, pero a un ritmo que no amenazaba la hegemonía socialista. Sin embargo, en 2014, la irrupción de Podemos en las elecciones europeas supuso un ascenso fulgurante que a finales de año le llevó a la primera plaza en las encuestas, por delante no solo del PSOE sino también del PP y acercándose al 30%.
La presión sobre el tablero socialista era máxima en ese momento. Las elecciones europeas precipitaron la sucesión de Alfredo Pérez Rubalcaba y Pedro Sánchez emergió como líder de manera bastante sorpresiva. El calendario marcaba en el horizonte elecciones municipales y autonómicas en primavera y generales en invierno y el elefante en la habitación de Ferraz era qué relación postelectoral establecer con el “espacio del cambio”. El resultado en las municipales dejó al PSOE por detrás en las principales plazas, pero el entendimiento en ese nivel era menos polémico. Las posibilidades de salirse de la ortodoxia económica son menores desde lo local y el “problema territorial” no entra en juego. Pero diciembre estaba cerca y el dilema seguía sin resolver. ¿Cómo mantener opciones de tocar poder sin entenderse con quien le comía gran parte del pastel electoral pero estaba proscrito por los grandes poderes económicos? Poderes que, obviamente, jugaban fuerte sobre el tablero.
La victoria de Rajoy y el escenario ingobernable de diciembre de 2015 dio un respiro al PSOE que vio el balón lejos de su tejado. No obstante, ya entonces Pablo Iglesias propuso sorpresivamente un gobierno de coalición, abriendo un escenario que nadie preveía hasta el momento. El riesgo para los poderes fácticos era que Podemos superara al PSOE, pero no contaban con la posibilidad de que decidiera jugar a influir en él desde una posición de fuerza parlamentaria. Fue entonces cuando Sánchez buscó el acuerdo de coalición con Ciudadanos, intentando que Podemos se viera obligado a apoyar la investidura con tal de echar a Rajoy. A pesar del tira y afloja dialéctico, tras la repetición electoral de 2016, Sánchez vio que su única salida real era negociar con Unidas Podemos y buscar el apoyo de partidos nacionalistas. Y, ahí sí, estalló definitivamente la guerra dentro del PSOE, que es por donde empezaba este artículo. Esa salida era inaceptable para ciertos sectores (de dentro y fuera de las filas socialistas) que optaron por una solución drástica que puso en riesgo la integridad del propio partido. Sacaron los tanques, se cargaron al Secretario General y forzaron a sus diputados a dejar gobernar a Rajoy.
Mes y medio después, el secretario general del grupo parlamentario daba una charla ante las Juventudes Socialistas en Málaga: «nos avisaron del acuerdo que tenía Pedro Sánchez con Podemos y los independentistas» y «tuvimos que actuar sobre la marcha para paralizar lo que había que paralizar». Nótese lo paradójico del asunto: el acuerdo mencionado hacía Presidente del Gobierno al líder de su propio partido, y presenta como obvio que eso es algo que se debía evitar. No cabe ninguna política de alianzas que ponga en cuestión, siquiera levemente, el neoliberalismo económico ni la unidad de España. Y desde luego, no cabe dar balones de oxígeno: como apuntaba Heredia en la misma charla, «nuestro adversario es el Partido Popular, pero nuestro enemigo es Podemos».
Optar por esta vía suponía cerrar la mayor parte de las opciones del PSOE de volver a gobernar durante una buena temporada, salvo que alguien pensara que el regreso del bipartidismo estaba a la vuelta de la esquina. Tan era así que incluso la moción de censura que finalmente llevó a Sánchez a La Moncloa en 2018 pilló con el pie cambiado no ya al PSOE, sino a algunos de los colaboradores más cercanos de Sánchez. En agosto de 2017, poco después de que fracasara la moción de censura encabezada por Pablo Iglesias y después de que este ofreciera su apoyo al PSOE si encabezaba otra, el secretario de organización socialista, Ábalos, decía rotundamente: “los números no dan”. Esto ocurría en mitad del juicio por la Gürtel y tras la declaración de Rajoy. Pero es que el 23 de mayo de 2018, el portavoz federal del PSOE, Óscar Puente, afirmaba en Twitter: “Los presupuestos han sido aprobados con los votos de la mayoría absoluta del Congreso de los Diputados. Así que no le den vueltas, no hay votos para una moción de censura”. Solo 2 días después se registraba la moción en el Congreso y salía adelante una semana más tarde, el 1 de junio.
Pueden verse en todo este relato las trazas de esa batalla que se da sobre el tablero del PSOE. De un lado, las presiones de poderes fácticos que llevan a la línea oficial del PSOE a cargarse al Secretario General, defender la investidura de Rajoy e incluso mantener al gallego en el cargo una vez retornado Sánchez. Del otro, la oferta de las fuerzas de izquierda y nacionalistas que tentaban a Sánchez con ser presidente a cambio de pasar página a la corrupción del PP y abrir nuevos horizontes.
Es en ese marco en el que, en mi opinión, hay que analizar el posible gobierno de coalición, así como todos los antecedentes de las elecciones del 28A y el 10N. En ambas citas, Sánchez jugó a intentar acrecentar al máximo su posición de superioridad con respecto a UP, bien para desembarazarse de una alianza que le suponía muchas presiones, bien para hacerla más llevadera. Tras los primeros comicios, y con una correlación de fuerzas mucho más favorable, se abrió sinceramente a un posible acuerdo… hasta que llegó mayo. Entonces, la bajada del “espacio del cambio” en las elecciones municipales avivó el apetito y Sánchez se vio capaz de conseguir su objetivo de supervivencia política en La Moncloa liberado de los peajes con los que llegó al poder en 2018. Era la cuadratura del círculo: devolver al PSOE a su papel de partido de orden, sin alianzas disonantes, pero sin tener que ceder el poder al PP. De ahí la no-negociación para la investidura y la repetición electoral.
Pero salió mal y le tocó reconsiderar todas las opciones. Una alianza cómoda con Ciudadanos dejaba de ser una posibilidad. Un entendimiento con el PP dejaba el carril derecho libre a Vox y el izquierdo a UP, amén de que probablemente la derecha exigiría su cabeza para avenirse a ello. Y regresar a la alianza con UP y nacionalistas era algo que no le iban a permitir repetir. ¿La única salida? Evitar dar tiempo a que los tanques volvieran a tomar el tablero. Echar a Sánchez de Ferraz es una cosa, pero echar al Presidente de La Moncloa es algo mucho más difícil. Él lo sabía y por eso optó por una maniobra sorpresa que obligara al resto a reaccionar ante hechos consumados.
Todo este ladrillo lo escribo para invitar a pensar en estos términos la conveniencia o no de participar en un gobierno con Pedro Sánchez. Los riesgos son más que evidentes: el margen de maniobra es escaso, no solo por la débil correlación de fuerzas, sino por la crisis económica en ciernes, la presión de Bruselas, la cuestión catalana en carne viva y un largo etcétera. Si Unidas Podemos acaba entrando, va a tener que asumir enormes contradicciones y, con toda probabilidad, comerse sapos muy gordos. Pero si alguien reduce el análisis a una cuestión de “tocar poder” o de “coparticipar en la gestión socioliberal” estará perdiendo de vista que en la cuestión de las alianzas con el PSOE se juega algo muchísimo más decisivo. Eso es lo que he intentado plasmar. Que una fuerza como Unidas Podemos entre al gobierno, previsiblemente apoyándose en fuerzas nacionalistas (en un momento como este), supone llevar al régimen al límite de su capacidad de asumir contradicciones. Ojo, que no son solo las nuestras. Supone ganar, al menos temporalmente, el campo de batalla; desgajar, aunque sea parcialmente, al PSOE del “partido del orden” que ha venido conformando con otras formaciones y poderes fácticos. 
Hace ya ocho años del 15M. La ola de movilizaciones que contribuyó a generar un nuevo sentido común hace ya mucho tiempo que se ha ido apagando. El cierre restaurador de la crisis de régimen no se termina de culminar por la existencia de problemas estructurales sin resolver, pero es un peligro real y no tenemos ningún contrapoder real para hacerle frente. Sin duda la izquierda institucional tiene mucha culpa de que esas brasas se hayan apagado. Pero si hay una posibilidad de volver a abrir una brecha hoy, ahora, es usando esta oportunidad para forzar al máximo las contradicciones del régimen. La contradicción entre lo que la mayoría social necesita y el grado de transformación que “el sistema” está dispuesto a tolerar. Hacer despertar aquel sentido común que levantamos a base de volver a demostrar, desde dentro, que este es un traje que le queda muy pequeño a nuestros derechos y que, por tanto, es necesario reabrir una perspectiva constituyente.
Lo que propongo no es entrar al Consejo de Ministros como un elefante en una cacharrería y salirse al tercer día entre discursos grandilocuentes y palabrería revolucionaria. Eso haría muy corta la partida. Entrar a pelear en este tablero requiere de inteligencia, lograr algunos éxitos que, por modestos que sean, demuestren que se puede cambiar la orientación de la política. Supone entender que precisamente este es el momento en el que hay que trabajar para reforzar la organización popular en la calle, en los centros de trabajo o de estudios, porque la oposición de derechas, dentro y fuera del Congreso (y del propio Gobierno) va a ser feroz. Y exige que también desde fuera entendamos que esta presencia sin precedentes en un Gobierno deberá hacernos tratarlo como a un hijo: sin consentirle ni justificarle todo, para que no se nos duerma en los laureles, pero sin perder nunca de vista que machacarlo es la peor de las opciones.
Lograr todo esto es enormemente difícil. Requeriría de una inteligencia colectiva de la que en demasiadas ocasiones hemos demostrado carecer. Pero ese es nuestro reto. A por ello.

Comentarios