Yolanda, Sumar, el niño y el agua sucia

Ha habido confusión esta semana tras la dimisión de Yolanda Díaz como Coordinadora General de Sumar tras los resultados de las elecciones europeas. Hay quien ha entendido que abandonaba la política, en general, quien pensaba que se quedaba como ministra y vicepresidenta pero dejaba su organización política... Y es una confusión comprensible, porque desentrañar la complejidad organizativa del espacio político de la izquierda está al alcance de la poquita gente que sigue la última hora. Ni siquiera estoy seguro de que yo mismo esté perfectamente enterado de todo.

Esa complejidad, en el fondo, es el reflejo de la altura del reto que en su día se marcó Yolanda Díaz. Porque, por una parte, se demandaba que, tras años de vaivenes y de multitud de fórmulas y denominaciones, terminara de cristalizar un proyecto claramente identificable por la sociedad. A su vez, se exigía que bajo dicho proyecto se unieran todas las voces, organizaciones y culturas de una izquierda con tendencia a la fragmentación. Y, a ser posible, que todo ello fuera más allá de una mera coalición, de un matrimonio de compromiso para afrontar la cita electoral, y generara un espacio estable abierto a la participación de la ciudadanía. Es decir, queremos a la vez homogeneidad hacia fuera y la máxima heterogeneidad en lo interno, y eso es tan deseable y necesario como difícil de conseguir.

Todo análisis de cómo ha ejercido Díaz el liderazgo de ese espacio debe partir de esto, si quiere ser justo: se marcó un objetivo que hasta el momento se había rehuido. Habían existido coaliciones, por supuesto, como Unidas Podemos, pero con unos límites claros:

  1. Los espacios de coordinación no pasaron nunca del ámbito institucional. Había un grupo parlamentario y una mesa de partidos, pero nunca se planteó la posibilidad de crear asambleas o estructuras organizativas compartidas. 
  2. La participación de las personas ajenas a los partidos no tenía cauce. No había componente ciudadano en la coalición, más allá del apoyo espontáneo que cada cual quisiera dar dentro o fuera de las campañas electorales.
Y es comprensible que Podemos, que en aquel momento ostentaba legítimamente la hegemonía política y organizativa del espacio no quisiera meterse en un berenjenal mayor, porque no es en absoluto sencillo. Porque hay que pensar que a la pluralidad y complejidad de la izquierda en general, hay que unirle la pluralidad y complejidad en lo territorial. 

Pero la idea de Sumar no se arredró ante ello y fue más ambiciosa, al apuntar más bien al modelo de algunas de las confluencias municipalistas que combinaban la participación de las organizaciones (ya fuera como tales o simplemente a través de la libre implicación de sus militancias) con cauces abiertos a la vinculación de cualquier persona interesada. A mi entender, esto suponía una apuesta mucho más interesante y, sobre todo, más fiel a la verdadera composición social de la izquierda. En estos años en los que ha habido múltiples sujetos políticos y una amplia coralidad de referentes públicos lo más habitual es que la ciudadanía de a pie no tuviera una identificación partidaria única. Antes al contrario, la misma persona que compartía en sus redes sociales una intervención de Alberto Garzón podía difundir un vídeo de Ada Colau, de Pablo Iglesias, de Mónica Oltra o incluso de Oskar Matute o Gabriel Rufián. Sin importarle (o sin saber siquiera) si formaban parte o no de una misma organización o coalición. Son necesarios, por tanto, espacios en los que las personas no implicadas en política puedan hacerlo de una forma "laica", sin verse forzadas a ese vínculo de identidad de un nivel superior que tenemos las que hemos decidido pertenecer a un partido.

Quiero decir con esto que esa idea de Sumar como espacio de encuentro de gente organizada y no organizada me parece una maravillosa idea que debe preservarse, al margen de la valoración que hagamos de su puesta en marcha concreta. Una puesta en marcha marcada por un ciclo extenuante de citas electorales, así como por conflictos entre organizaciones y en el seno de las propias organizaciones. No pretendo con ello exculpar a nadie de los errores cometidos, que no son pocos. Pero sí separar la paja del grano e intentar juzgar con justicia.

Hoy mismo publicaba un interesante artículo crítico Héctor Tejero, que no comparto en su totalidad, pero sí en muchos aspectos. Coincido con él en la necesidad de un cambio de rumbo (y, en buena medida, es lo que ayer decidió el Grupo Coordinador de Sumar) y que se avance hacia espacios de decisión y participación más multilaterales y compartidos. Pero discrepo en la interpretación de por qué hasta ahora no se ha funcionado de ese modo. En mi opinión, Sumar ha pecado de un exceso de celo a la hora de tratar de garantizar un objetivo legítimo y deseable: conseguir que los partidos no coparan todo el espacio y que así la ciudadanía y la sociedad civil tuvieran un espacio. Es decir, para garantizar que esto fuera algo más que una suma de partidos.

Como expresé (bastante torpemente) ayer en la reunión del Grupo Coordinador, es hora de ceder en hegemonía organizativa y centrarse en asegurar una hegemonía o, mejor, una idea compartida, sobre el modelo de espacio político que queremos crear. Es decir, lo determinante no debe ser qué peso tiene cada cuál de antemano, sino asegurar cauces de participación abiertos que garanticen que sea la ciudadanía, afiliada o no, la que determine el peso de las ideas, los equipos y las personas de referencia. 

Por tanto, Sumar tiene ahora dos objetivos claros:
  1. Ser el cemento del espacio político de la izquierda, asegurar que todas las organizaciones (y ojalá más) sellen una unidad a medio y largo plazo que, sin negar la heterogeneidad, sea capaz de mostrarse como un proyecto de país claro.
  2. Ser el aceite que engrase dicho espacio para evitar, a toda costa, que se reduzca a una mera mesa de partidos que acuerdan en torno a ella, porque eso desperdiciaría mucha energía e inteligencia social que se encuentra más allá de las puertas de nuestras sedes.
Lo que hay que evitar, en resumen, es tirar el niño con el agua sucia.



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