Habitualmente, tras un
resultado electoral, buceo en los datos y trato de analizar lo más
pormenorizadamente que puedo. Hoy creo que no toca eso. Toca una reflexión
mucho más global y profunda.
El problema gordo “no
es” el hecho de que haya entrado al parlamento andaluz con tal fuerza la
extrema derecha. Entiéndaseme: es gravísimo y veremos qué repercusiones de todo
tipo tiene, pero me preocupa aún más por qué pasa, y por qué pasa ahora. Creo
que fue Alberto Garzón el que dijo que el 15M había sido un cortafuegos frente
a la extrema derecha en nuestro país. La crisis era terreno abonado para
desahogar la frustración con las soluciones simplistas y viscerales que ofrece,
pero el 15M construyó un relato colectivo sobre la crisis que ponía el foco en
los poderosos, y no en la pelea del penúltimo contra el último. Pero ese
cortafuegos, que nos ha dado una oportunidad de oro durante varios años para
impugnar el sistema desde posiciones de justicia social, no podía durar para siempre.
No hemos terminado de aprovechar la famosa “ventana de oportunidad” y puede que
ahora ésta se abra para una ola reaccionaria. Como en otras muchas latitudes.
Vivimos un cambio de
época, en muchos sentidos. No tenemos la certidumbre de trabajos para toda la
vida y ni siquiera tenemos claro que vayamos a tener garantizadas nuestras
pensiones dentro de unos años. Tenemos la sensación de que podemos acceder a
más alternativas de ocio y consumo que nunca, pero a la vez la confianza en que
“el progreso” nos haría vivir mejor que nuestros padres no se materializa en
nuestros bolsillos. Los viejos espacios de socialización como el barrio, el
centro de trabajo o las plazas han dejado de cumplir esa función. La tecnología
avanza tan rápido que es difícil seguirle el ritmo. En nuestras calles hay
muchas más personas de otros países que hace unos años y, a la vez, la
emigración vuelve a ser una realidad. Las familias, la sexualidad y las
relaciones personales han cambiado y se han diversificado enormemente. Las mujeres
comienzan a tener una presencia muy distinta en el ámbito laboral y en la
esfera pública.
Todas esas dinámicas de
cambio social pueden ser vividas (y, de hecho, lo son) como algo positivo o
negativo. Incluso por una misma persona. Algunas miran con melancolía la
difuminación de certidumbres del pasado. Otras se felicitan por que, por fin,
las cosas cambien. Y, a menudo, la mayoría nos damos de bruces con
contradicciones, que nos generan una zozobra existencial. Es en ese terreno en
el que hoy opera la política, y sobre él se puede construir un discurso
emancipador o uno reaccionario. Ganan las opciones de cambio en todas partes,
porque necesitamos algo a lo que agarrarnos y quedarnos como estamos no es una
opción. Pero, a la vez, esas opciones son volátiles, porque tampoco tenemos
claro dónde queremos llegar.
Nos cuesta mucho
entender de dónde ha venido Vox porque dedicamos bastante poco esfuerzo a
comprender otros sistemas de valores. Donde muchas personas vemos avances
sociales y modernización, otras perciben una terrible amenaza a los principios
sobre los que creen que debe sustentarse la convivencia, y sobre esos temores
puede levantarse un relato político tan potente y movilizador como el que ha
intentado usar la izquierda tras el 15M. No estoy haciendo relativismo moral,
no digo que todo sistema de valores sea igualmente aceptable. Estoy planteando
una cuestión puramente táctica: es más útil entender que caricaturizar al
enemigo. Del mismo modo que era no ya inútil sino contraproducente estigmatizar
a Podemos como radical, chavista, etc. hoy no creo que aporte mucho insistir en
que Vox es una fuerza fascista. Sus votantes no están manipulados; que les
enseñemos tal o cual propuesta programática que nos parece demencial no va a
hacer que cambien de opinión. Al contrario: votan a VOX precisamente porque
levanta con más convicción que otros banderas que responden a sus miedos y
preocupaciones. Como llevamos décadas acostumbrados a que toda la derecha
social se aglutinaba en torno al PP, nos cuesta mucho trazar líneas. Decimos
que PP, Ciudadanos y Vox son lo mismo y nos quedamos tan anchos, pero nos
reímos cuando gente de derechas en redes sociales pontifica contra Pedro
Sánchez, Podemos y los independentistas como una sólida entente al servicio de la
conspiración judeomasónica. Por marciano que nos parezca, hay bastante gente
que considera que el PP es tibio con los independentistas, blando con la
inmigración y pusilánime frente a cuestiones como el aborto, el feminismo o las
reivindicaciones LGTBI. E, incluso, que en lo económico es socialdemócrata.
Seguramente la mayoría de esas personas no se definen como fascistas, ni
tampoco como machistas o xenófobas; como tampoco la mayoría de votantes de
Podemos se consideran comunistas, chavistas, separatistas ni batasunos, pero
que Jiménez Losantos o Albert Rivera dediquen esos calificativos a sus líderes,
solo suele servir para reforzarles en sus convicciones. Ser la fuerza repudiada
por todos convierte a Vox en un imán para las legiones de personas que se definen
como “políticamente incorrectas” en Twitter.
Tengo muchas dudas sobre
cómo debe actuar la izquierda política frente a este fenómeno. Pero tengo
bastante más claro que en lo que debe centrarse ahora es en hacer autocrítica y
reformular su relato y su proyecto. Sin autoflagelaciones: sí, se han perdido
oportunidades, pero a la vez se han logrado resultados antes difíciles siquiera
de soñar. Sí, quizá ha pasado el momento de aspirar a un vuelco drástico, pero
tenemos un punto de partida de fortaleza institucional que debemos aprovechar.
Y el replanteamiento debe partir de la constatación de que el discurso, el
relato, no puede construirse desde la misma épica que cabalgaba sobre la estela
del 15M. No puede ser solamente la imagen épica del pueblo frente a los
poderosos, que tan útil fue para que una fuerza outsider como Podemos creciera
espectacularmente. Hoy no hay la misma movilización en la calle y su presencia
en las instituciones se ha normalizado. Ya no valen los chispazos, los giros de
guión inesperados y la apelación genérica a la ilusión y el cambio. Hace falta
que construyamos algo mucho más sólido, una verdadera promesa de un cambio que
a la vez sea creíble, concreto, gradual, pero que tenga un trasfondo de
radicalidad, de replanteamiento profundo de las cosas.
Porque aquí vuelvo al
principio: toca cabalgar la incertidumbre, las inseguridades y la melancolía de
mucha gente, y las opciones de cambio son tan seductoras como volátiles. Para
volver a levantar un proyecto emancipador con opciones de ganar es necesario
que dibujemos una alternativa a todo aquello que nos frustra, que sea tangible,
que esté relacionada con nuestra cotidianeidad. Y creo que la idea central que
lo articule debe ser la de reapropiarnos de nuestras vidas. Que es necesario
redistribuir riqueza, pero también tiempo, que hay que echar el freno a este
ritmo endemoniado y repensar cómo queremos pasar nuestras cortas vidas. Que la
tecnología y conocimiento desarrollados debe ponerse al servicio de una vida
buena, que es perfectamente posible trabajar mucho menos y disfrutar mucho más.
Pero que todo ello exige plantarnos, parar un momento y comenzar a planificar
toda nuestra vida en común de otro modo.
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