¿Qué pasó el 10 de octubre en el Parlament?

La confusión reinaba anoche en los medios de comunicación y redes sociales, en algunos partidos y en las plazas catalanas, abarrotadas para seguir el evento ante pantallas gigantes. ¿Qué había pasado en el Parlament? El President había usado una fórmula un tanto enrevesada que reivindicaba la legitimidad para declarar la República Catalana, pero a la vez pedía que dicha declaración quedara en suspenso para poder negociar. Los discursos de Arrimadas (Cs) o García Albiol (PP) daban a entender que no tenían en cuenta eso de que la declaración quedara en suspenso, mientras que los de Iceta (PSC), Rabell (CSQEP) y, sobre todo, Gabriel (CUP), asumían que esto suponía tirar del freno de mano del "Procés". Corominas (JxSí), por su parte, volvía al sí pero no, que quedaba aún más confuso cuando, terminada la sesión, algunos miembros del Parlament firmaban una declaración que no se había leído en Pleno, de contenido más contundente.

La interpretación de lo que sucedió realmente varía en función de las opiniones previas y hasta del estado de ánimo: si es usted independentista y pesimista, creerá que Carles Puigdemont le ha vendido y que la firma de la declaración posterior es un mero teatrillo sin ningún valor para intentar aplacar el desánimo. Así ocurrió entre buena parte de la gente congregada en espacios públicos, que se marchó desengañada a casa. Por el contrario, si es usted unionista y alarmista, pensará que el teatrillo fue la llamada al diálogo de Puigdemont y que, en el fondo, la independencia se ha declarado por la puerta de atrás sin que nadie haga nada para evitarlo. Véase, por ejemplo, a este airado tuitero.

Ambas visiones tienen algo de razón, pero se equivocan en lo sustancial, en el enfoque. Las dos otorgan unos efectos a la declaración de independencia que, simplemente, no podía tener. Como si se pudiera pasar de un día para otro a ser un Estado independiente a raíz de una mera declaración más o menos formal. Ni siquiera tiene demasiada importancia si la firma de la declaración se trata de un acto simbólico (ni se publicará en el Diario Oficial de la Generalitat) o con efectos jurídicos. Esto es un pulso y se juega solamente en la arena política, y solo de forma instrumental en la legal.

Eso es así, por lo que comentaba antesdeayer: no existe un cauce jurídico, institucional, para resolver esto. No hay unos pasos a seguir para declarar "bien" la independencia. Y, por tanto, nos movemos en el terreno de la improvisación. Como no hay cauce jurídico, se "inventa", como se hizo con la Ley del Referéndum y la de Transitoriedad, aprobadas en aquel pleno exprés y trasnochador. Ojo, se "inventa" con el respaldo de la legítima mayoría del Parlament, máximo representante de la voluntad popular catalana. Pero se inventa, porque ni el Estatut, ni mucho menos la Constitución, regulan cómo debe realizarse un referéndum de autodeterminación o una declaración de independencia. Por ello, precisamente, tienen bastante poco sentido las discusiones de hoy sobre si el papel firmado tiene validez jurídica, o si la tienen las palabras de Puigdemont. La validez de esos actos tiene bastante poco que ver con las formalidades legales y mucho más con la capacidad política para que sean efectivos. El tiempo dirá si la declaración firmada ayer llega a ser el documento fundacional de la nueva República Catalana por la vía eslovena o se queda en un gesto de cara a la galería. Y lo mismo con el ofrecimiento de suspensión de Puigdemont: puede pasar a la historia como el gran gesto de estadista que desatascó el problema o como un mero envite más ignorado por Rajoy y la comunidad internacional.

Los Estados, las leyes y cualquier otra convención sobre la que apoyamos la vida en común son meras ficciones. Se sostienen en la medida en que son aceptadas por el común de la gente, bien sea de forma voluntaria o mediante coerción. Pero si la gente deja de creer en esa ficción y no es posible imponerla por la fuerza, simplemente, se desmonta. Por poner un ejemplo tontorrón: si se juega un partido de fútbol sala y alguien coge el balón con la mano, lo normal será que todo el mundo, incluída la persona infractora, acepte que eso no es válido. Pero si de pronto el resto de contendientes se suma y se ponen a jugar al balonmano, será difícil que ni el árbitro ni nadie pueda reconducirlo. El resultado no será reconocido por el campeonato, pero les dará lo mismo a quienes han decidido cambiar de deporte. En cierto modo, eso es lo que está haciendo la mayoría independentista del Parlament: generar una nueva legalidad al margen del ordenamiento jurídico español, basándose en la legitimidad, primero, del apoyo recibido en autonómicas (con programas explícitos al respecto), y de la participación en el referéndum, después. Saben de sobra que están jugando al deporte que no es y que el árbitro no lo dará por bueno, pero poco les importa. Están a otra cosa.

En esta clave es en la que creo que hay que leer todo lo que acontece. ¿Qué más da que el TC anule los acuerdos del Parlament, si su mayoría está dispuesta a ignorarlo y, sobre todo, si hay centenares de miles de personas dispuestas a actuar como si la única legalidad vigente fuera la catalana? Este es el punto decisivo. La legalidad española ha perdido la legitimidad entre un sector muy amplio de la población catalana y solo puede imponer su cumplimiento mediante la fuerza. Ningún estado democrático es viable por mucho tiempo si necesita obligar por la fuerza a sectores tan amplios. Pero, a su vez, ¿qué más da si el Govern declara la independencia, sea o no de forma solemne, si no tiene capacidad de hacer efectivo un nuevo orden jurídico completo? Aunque tenga el apoyo de un amplio sector social, no puede asumir de un día para otro a todo lo que la Administración General del Estado gestiona en Cataluña, ni puede hacer que los cuarteles de la Guardia Civil desaparezcan por arte de magia, por ejemplo.

Todo esto no quiere decir que las cosas que suceden no tengan importancia o efectos. Pero lo tienen en el plano político. Puigdemont sacrificó ayer el apoyo de parte de su base social, porque sabe que con eso no le basta. Necesita reconocimiento internacional o algún grado de consentimiento por parte del Estado, y ser el primero en desescalar la tensión le sitúa en una posición favorable sobre todo para ganar la batalla comunicativa. Rajoy parece haber optado, mientras escribo estas líneas, por su típico estilo de ganar tiempo y no entrar al capote. Sabe que también que la mano dura, sin más, le puede servir para poner palos en las ruedas, pero no para recuperar el control total de la situación. El independentismo no se va a evaporar sin más, ni siquiera aunque se haga con el control de la Generalitat y convoque unas autonómicas a las que el independentismo, parece, no se presentaría.

¿Quedará el 10 de octubre como el día que se declaró la independencia? Puede que con el tiempo llegue a ser, pero hoy no es relevante. Dependerá de cómo evolucionan los acontecimientos. Si el Gobierno se sienta a negociar, posiblemente quede sin efecto. Ya sea porque el Govern se cobre la pieza principal (un referéndum pactado, a la escocesa) o porque acepte alguna cuestión menor, como una reforma del Estatut o, simplemente, de la financiación. Eso sí podría desactivar la base social independentista, por desengaño, para una larga temporada. Pero si, por el contrario, se enroca y no da ni un solo paso destinado al diálogo es posible que la opinión pública, sobre todo internacional, vire a favor de las aspiraciones independentistas por haber mostrado más voluntad de pacto. Esa "vía eslovena" tiene un peligro y una debilidad. El peligro es el que algunos recuerdan hoy: el ejemplo en que se inspira se cobró muertos. Pero eso no dependería tanto de que Cataluña imitira a Eslovenia como de que España imitara a Serbia. La debilidad me parece más real y más importante. Hará bien quien especule con esta idea en recordar que la participación en el referéndum unilateral esloveno fue del 93,2%, con un 95% de síes. Un grado de consenso que no se da hoy, ni es previsible que se dé, en la mestiza sociedad catalana.

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