17 de abril de 2005, en un colegio
electoral del barrio de Uribarri en Bilbao. Se celebran las elecciones al ParlamentoVasco y yo participo como apoderado. Hay un ambiente tenso: la izquierda
abertzale intenta sortear la ilegalización de Batasuna y Sozialista Abertzaleak
con EHAK, el Partido Comunista de las Tierras Vascas; dos meses antes, el
Congreso ha rechazado la reforma del Estatuto (el llamado “Plan Ibarretxe”); y
además el PP y el PSE siguen en la senda del “frente constitucional” que promovieron
en la anterior legislatura Mayor Oreja y Nicolás Redondo Terreros. De pronto,
mediada la tarde, veo que un interventor del PNV y otro del PSE hablan
airadamente con uno de EHAK en un pasillo. Me acerco para ver qué ocurre… ¡y resulta
que estaban siguiendo el partido del Athletic por la radio de uno de ellos!
Obviamente es muy goloso para cualquier proyecto político intentar que se le
identifique con algo capaz de superar tales barreras en un momento de tanta
polarización y fractura social.
No cabe duda de que el
deporte, como fenómeno de masas, contiene al menos dos elementos que ansía
cualquier proyecto político que quiera ser ganador. En primer lugar, apela a
las emociones que, para bien o para mal, demuestran ser un ingrediente
movilizador más potente que ningún otro. En segundo lugar, la pasión que genera
es enormemente transversal: entiende poco de ideología, clase social e incluso,
según la ocasión, de diferencias de sexo.
Sin embargo, la relación de
la izquierda y el fútbol, en nuestro país y en la actualidad al menos, es de
distancia o incluso de crítica y cierto desprecio, del mismo modo que tratamos a
la telebasura o a todo lo que consideramos alienación. Y yo creo que pecamos de
cierto “integrismo”, que nos aleja de la gente, porque estos fenómenos suponen elementos de
socialización clave de las clases populares a las que apelamos, con lo que
nuestra posición a veces se percibe como es un poco elitista. Hace unos años,
un amigo y compañero que ha muerto recientemente, Ladis, me decía que teníamos
un problema (se refería a los ecologistas, pero vale para la izquierda en
general). Decía que caíamos mal porque éramos un poco como los curas, que
parece que te quieren quitar o hacerte sentir mal por hacer todo lo que te
gusta. La Iglesia nos prohíbe la gula o la lujuria y nosotros condenamos a
quien va en coche, a quien compra más de lo que debe, a quien se entretiene de
forma primaria… Con ello no quiero decir que debamos dejar de hacer las
enormemente necesarias críticas al modelo de negocio futbolístico, a la
televisión actual y a muchas otras cosas. Pero intentemos hacerlo desde la
empatía con nuestros iguales y reconociendo lo que consideramos nuestras
contradicciones. Salgamos del armario: me llamo Juan, me apasiona el fútbol,
veo siempre MasterChef y me gustan las comedias románticas de domingo por la
noche. Y desde ese punto de igualdad con el prójimo seguramente mi invitación a
pensar críticamente sobre todos esos asuntos sonará menos presuntuosa y tendrá
más éxito.
Alejandro Quiroga tiene un libro en el que habla de
la narrativa construida en torno a la selección española de fútbol. Y habla de
cómo, durante mucho tiempo, la identidad patria se articulaba en torno a la
épica de la derrota, a esa especie de mal congénito o confabulación para que
jamás lográramos “pasar de cuartos”. Pero, con los triunfos deportivos, y en
particular futbolísticos, esa narrativa ha cambiado. Y me parece curiosa la
coincidencia temporal con un proceso de cambio de narrativa también en el
imaginario de la transformación social en nuestro país. Hasta hace bien poco,
como sociedad tampoco nos veíamos capaces de “pasar de cuartos”: nos
concebíamos como un pueblo aborregado y conformista, que jamás se levantaría y
en el que solo una minoría nos reclamábamos resistencia, preservadores de un
espíritu rebelde que conectaba con la II República. Pero, igual que contra todo
pronóstico nos encontramos con que España ganaba una Eurocopa en 2008, sin que
nadie lo esperara surgió el 15M, con miles de personas que nunca se habían
movilizado tomando las plazas. Y en uno y otro caso cambió nuestra forma de
vernos y pensamos: “coño, a lo mejor tampoco somos tan malos”. Y en esa ola de
optimismo, a partir de ese nuevo mito fundacional, vino todo un ciclo de luchas
sociales y un terremoto político que culminó en el cambio en muchas ciudades en
las elecciones municipales. Siguiendo el paralelismo, fueron como nuestro gol
de Iniesta en Sudáfrica: nos sentimos en la cima del mundo, invencibles y
capaces de cambiarlo todo. Lo que temo es que, en estos tiempos acelerados, las
elecciones del 20 de diciembre, con el vestuario dividido, pueden ser nuestro
mundial de Brasil y nos volvamos para casa sin llegar no ya a cuartos, sino sin
siquiera pasar la fase de grupos. Ojalá me equivoque.
Nota: Esto es, más o menos, lo que habré dicho hace unos minutos para presentar la charla de Alejandro Quiroga en la Facultad de Derecho de Valladolid
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